Releo la última novela de
Houellebecq. Me la compré en el aeropuerto de Alicante. Como una necesidad
vital fui buscándola por las tiendas de prensa, revistas y libros, y la
convertí en la novela de mi viaje.
Mi vuelo aterrizaba en Basilea, pero
allí cruzaría la frontera y me instalaría en Bad Saeckingen, una pequeña ciudad
alemana a orillas del Rin. Los primeros días me los pasé comiendo comida típica
y paseando por la Selva Negra, pero en el fondo lo que más deseaba era leer mi
libro.
Estaba alojada en un hostal
municipal, justo al lado del puente medieval de madera más largo y antiguo de
Europa, que une Alemania con Suiza, teniendo el Rin como frontera, llovía, y el silencio era tan profundo que me
sumergía directamente en las páginas de esta
novela cruel y despiadada, y por ende totalmente rebelde.
Conforme avanzaba en ella me
impregnaba de conceptos y sensaciones. Amor y fracasos, antidepresivos y
decepción, sexo y placer, en definitiva una cantidad de vida sin precedentes
surgida del mismísimo tracto intestinal.
No me dio tiempo a acabarla y eso
que disfrutaba plenamente de su lectura tumbada en la cama, a veces con la
ventana abierta escuchando el agua correr y las copas de los árboles moverse
sutilmente. Me sentía verdaderamente feliz, pero tuve que volver y subirme de
nuevo al avión.
Durante el viaje seguí leyendo.
Quería abstraerme del hecho de ir metida ahí dentro con decenas de personas. De
pronto entramos en una zona de turbulencias y la gente empezó a exclamar agarrándose a los asientos
delanteros. Pasó un azafato cogiéndose a derecha e izquierda por el pasillo con
cara de circunstancias y se me ocurrió preguntarle si se acababan ya las turbulencias,
a lo que me respondió como si fuera su única frase en español: se acabó la
fiesta.
Yo continué con mi lectura, pero
mis vecinos de fila me miraron sorprendidos y asustados, cómo era capaz de no
inmutarme cuando el pánico se iba extendiendo y seguir aparentando normalidad
con el libro entre las manos, ¿será eso la serotonina?
Casi al final de sus páginas el
protagonista cita a Almas muertas de Gógol como su única lectura posible, era
reincidente en ella, y critica con escepticismo otras cumbres de la literatura
como La montaña mágica y En busca del tiempo perdido.
El otro día tuve que ir a
presentar telemáticamente unos papeles en Almería, y de paso visité el Centro
Andaluz de Fotografía, me paseé por varias salas y contemplé con asombro “Flores
de Periferia", una obra de Pedro Almodóvar y Jorge Galindo.
Me traje conmigo “Almas muertas”.
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