miércoles, 22 de diciembre de 2010

Vivir para amar

Es probable que la revolución actual consista en vivir en una choza y desconectarse de todo. Algo así me sucedió a mí cuando iba a parir a mi primer hijo: me sorprendió el parto por el camino hacia Belén y tuvimos que refugiarnos en una cueva cercana donde dormían una burra y un buey.

Pero antes de que sucediera el alumbramiento, aquello que todo el mundo adora, tengo que confesar una cosa. Es duro admitirlo, pero es la pura verdad: no soy virgen, y dejé de serlo no de una manera amorosa, fruto de una relación bendecida por Dios, sino a través de un acto totalmente consciente y encaminado a combatir esa virginidad con la que había nacido. Y no creo que haya mucha diferencia entre ese acto de fornicación, con el hecho de que mi santo esposo me eyaculara dentro mientras yo contemplaba las estrellas del amanecer, allá en Galilea.

Por eso no me siento culpable, ni tampoco pecadora. Quién ha dicho que soy una mujer sucia de la que se debe huir. No ha sido mi Dios, ese que me habla cada noche en la oscuridad y me dice:”Ama, quiere, desea.” Y eso es lo que yo anhelo cada día de mi vida: vivir para amar.

Cuando nació Jesús, al que parí de rodillas, agarrándome a los bordes del pesebre de las bestias, no estaba totalmente sola. A la luz de una vela, una comadrona vecina me ayudaba a llevar el dolor con la respiración y a sacar de mí tremendos gritos de desahogo, a la vez que mi esposo calentaba una olla de agua y preparaba unos trapos limpios.

Después de horas de dilatación, a la caída de la tarde, las contracciones se hicieron más intensas e insoportables y yo tuve un momento en el que prefería morir y solo pensaba en salir de ese lugar para despeñarme ladera abajo, pero la necesaria asistencia de esa mujer me hizo tomar conciencia de que el dolor hay que aceptarlo, todo lo contrario de oponerse a él y entonces lo llevarás mejor, sufrirás menos y facilitarás el parto.

Rompí aguas, me desgarré y oí un grito de llanto. No sabía qué pasaba, no acababa de nacer la criatura cuando, con la cabeza fuera, ya estaba llorando. Qué prodigio. Era un ser humano, de mi misma especie. Yacía en el suelo, sobre unas compresas blancas, rojizo, relleno, con restos de grasa en algunos rincones de su piel. Lo envolví en una toalla y lo deposité en mi pecho, tumbados en un catre, mientras la vecina Elizabeth arrancaba de mis entrañas la placenta y mi niño, mi niño Jesús, chupaba de mis tetas, adelantando así la llegada de la leche.

Pobre hijo mío, cuánto padeció, condenado para siempre a arrastrar durante toda su vida la maldición de haberse salvado aquella noche de Herodes, en la que todos los bebés de los Montes de Judea murieron degollados, y cuyos gritos y llantos, junto con los de sus padres, nos persiguieron, a José y a mí, a lo largo de nuestra desesperada huída hacia el desierto.

Lo que vino después es de sobra conocido; sin embargo, he de añadir que di a luz a otros hijos que vinieron a través de mí y otros que perdí porque no sabía lo que hacía o porque las circunstancias me desbordaban. Pero he conseguido ser feliz, por lo menos se me quitó esa cara de antipática que tienen las vírgenes.

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