SE QUEDÓ CON EL SOL Y CON
EL MAR
No sabía si ir a la
Isleta del Moro o a Las Negras. Estuve haciendo cálculos de cuánto
tiempo hacía que no iba a ningún sitio, y comprobé que en ambos
casos rondaba el año.
Salí a la autovía una
mañana soleada, con el escaso tráfico de un domingo, el cielo era
de un azul intenso, y los montes y sierras resplandecían. Qué ganas
me entran cuando contemplo el paisaje de fundirme con él, sin
embargo yo seguía conduciendo y puse la radio mientras miraba a mi
alrededor.
Como se perdía la
emisión de Radio 3 tuve que darle al CD. Sin esperarlo empecé a
animarme cantando con Maná “ sola...sola en el olvido,
sola...sola con su espíritu”. Me sentía tan identificada que eso
me producía energía.
Después de pasar la
Rambla de los Feos, me acordé de pronto que hacía justo cinco años
que no iba a la Playa de los Muertos, y de esa manera decidí mi
destino. Llevaba una torta de pellizcos de la panadería Martín de
Vera, que había rellenado con tomate y queso, y también un racimo
de uvas sin hueso.
No necesitaba ningún
restaurante ni chiringuito, y tampoco había allí ninguno. Así que
era el lugar ideal para pasar todo el tiempo en la playa, y aparqué
tranquilamente después de dejar el pueblo de Carboneras, observar
con atención la chimenea azul cielo, con rayas rojas arriba, de la
Central Térmica, y luego atravesar todo el espacio gris, a derecha e
izquierda, que ocupa la fábrica cementera de Holcim.
Bajé del coche con mi
mochila, caminando cuesta abajo por la vereda, viendo ya la Punta de
los Muertos, El Mirador, y allá arriba Mesa Roldán.
Me acerqué directamente
a las dos grandes moles volcánicas que hay al final de la inmensa
playa y que constituyen la puerta de entrada a una pequeña cala,
donde luego me asomé y vi que había rocas en el fondo y entre ellas
algunas pozas, según me dijeron.
Apoyé mis cosas en la
mole más cercana al mar, donde todavía daba el sol. Me desnudé y
me metí en el agua fría, límpida y transparente. En seguida me di
cuenta de que era muy profunda, pronto no daba pie.
Había peces que también
se movían conmigo. Como no llevaba gafas de bucear no los veía muy
bien, pero cuando sacaba la cabeza distinguía sus movimientos,
aparecían y desaparecían.
Me pasé un rato cerca
del rompeolas haciendo el muerto, dejándome llevar con el sonido del
mar hasta que mi cuerpo llegara a tierra: una arena de piedrecillas
finas, suaves y perfectas masajistas naturales.
Antes de que el sol se
fuera, me subí al mirador para no perderme la puesta de sol. El
horizonte era sublime. Durante un instante parecía eterno.
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