domingo, 24 de noviembre de 2019

Solo me salva el relato


SE QUEDÓ CON EL SOL Y CON EL MAR


No sabía si ir a la Isleta del Moro o a Las Negras. Estuve haciendo cálculos de cuánto tiempo hacía que no iba a ningún sitio, y comprobé que en ambos casos rondaba el año.
Salí a la autovía una mañana soleada, con el escaso tráfico de un domingo, el cielo era de un azul intenso, y los montes y sierras resplandecían. Qué ganas me entran cuando contemplo el paisaje de fundirme con él, sin embargo yo seguía conduciendo y puse la radio mientras miraba a mi alrededor.
Como se perdía la emisión de Radio 3 tuve que darle al CD. Sin esperarlo empecé a animarme cantando con Maná “ sola...sola en el olvido, sola...sola con su espíritu”. Me sentía tan identificada que eso me producía energía.
Después de pasar la Rambla de los Feos, me acordé de pronto que hacía justo cinco años que no iba a la Playa de los Muertos, y de esa manera decidí mi destino. Llevaba una torta de pellizcos de la panadería Martín de Vera, que había rellenado con tomate y queso, y también un racimo de uvas sin hueso.
No necesitaba ningún restaurante ni chiringuito, y tampoco había allí ninguno. Así que era el lugar ideal para pasar todo el tiempo en la playa, y aparqué tranquilamente después de dejar el pueblo de Carboneras, observar con atención la chimenea azul cielo, con rayas rojas arriba, de la Central Térmica, y luego atravesar todo el espacio gris, a derecha e izquierda, que ocupa la fábrica cementera de Holcim.
Bajé del coche con mi mochila, caminando cuesta abajo por la vereda, viendo ya la Punta de los Muertos, El Mirador, y allá arriba Mesa Roldán.
Me acerqué directamente a las dos grandes moles volcánicas que hay al final de la inmensa playa y que constituyen la puerta de entrada a una pequeña cala, donde luego me asomé y vi que había rocas en el fondo y entre ellas algunas pozas, según me dijeron.
Apoyé mis cosas en la mole más cercana al mar, donde todavía daba el sol. Me desnudé y me metí en el agua fría, límpida y transparente. En seguida me di cuenta de que era muy profunda, pronto no daba pie.
Había peces que también se movían conmigo. Como no llevaba gafas de bucear no los veía muy bien, pero cuando sacaba la cabeza distinguía sus movimientos, aparecían y desaparecían.
Me pasé un rato cerca del rompeolas haciendo el muerto, dejándome llevar con el sonido del mar hasta que mi cuerpo llegara a tierra: una arena de piedrecillas finas, suaves y perfectas masajistas naturales.
Antes de que el sol se fuera, me subí al mirador para no perderme la puesta de sol. El horizonte era sublime. Durante un instante parecía eterno.




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